Día Internacional de la Eliminación de la Violencia Contra La Mujer

Queridas compañeras y compañeros:

“Quien no fue mujer ni trabajador piensa que el de ayer fue un tiempo mejor”, escribió alguna vez la escritora y compositora argentina María Elena Walsh. Escribió que las mujeres venimos peleando por la igualdad, por nuestros derechos, desde el fondo mismo de la historia.

Fuimos marginadas del ejercicio de la ciudadanía. Matilde hidalgo votó en 1924 aprovechando un vacío legal, pues se daba por sentado que las mujeres no éramos ciudadanas. En el ’28 la Constitución reconoce el voto femenino. En el ’33 fueron elegidas las primeras mujeres concejalas, en el ’41 la primera diputada alterna, justamente Matilde Hidalgo, y después la primera diputada, en cuyo honor lleva su nombre este Salón del Pleno de la Asamblea Nacional, nuestra compañera Nela Martínez.

No podemos olvidar la lucha de Dolores Cacuango por los derechos de los campesinos e indígenas; la lucha de Nela Martínez por los derechos de los trabajadores y las mujeres. Pero hay muchísimas batallas anónimas, muchas historias ignoradas, que no han trascendido con nombres propios. “Porque hay una historia que no está en la historia y que sólo se puede rescatar escuchando el susurro de las mujeres”, como señaló una vez la escritora española Rosa Montero. Y la teórica austríaca Gerda Lerner nos recuerda la importancia de conocer esa historia cuando dice que “la ignorancia de su misma historia de luchas y logros ha sido una de las primeras formas de mantener a las mujeres subordinadas”.

No vamos a repasar los hitos de este largo recorrido de luchas de las mujeres en nuestro camino, para convertirnos en ciudadanas plenas, pero vamos a referirnos a la fecha que hoy nos convoca y al sentido con el que queremos conmemorarla, al proponer esta Resolución.

Un 25 de noviembre del año 1960, eran asesinadas en república dominicana las hermanas Mirabal, víctimas de la policía secreta del dictador Rafael Trujillo. El crimen de estas tres luchadoras por la libertad, María Teresa, Patria y Minerva Mirabal, marcó el inicio del fin de una larga y sanguinaria dictadura que había producido, además, el genocidio de miles de haitianos en los años ’30.

Fue en 1981, en nuestra hermana Colombia, en la ciudad de Bogotá, donde cientos de mujeres de América Latina y el Caribe tomaron esta fecha como emblema para hacer visible el problema de la violencia contra la mujer, para ponerlo sobre la mesa, en la agenda de las sociedades y los Estados. Y es así como en el ’99, las Naciones Unidas se hacen eco de la proclama del movimiento de mujeres latinoamericanas y caribeñas y declara este día 25 de noviembre, como el “Día Internacional de la Eliminación de la Violencia Contra Las Mujeres”.

La conmemoración nos remite a un crimen político, a un tipo de violencia extrema, brutal, cometida por un Estado. Sin embargo, la violencia que se ha querido poner de relieve cada 25 de noviembre es también otra clase de violencia, una violencia cotidiana, silenciosa que nos afecta a todas las mujeres, en mayor o menor medida.

La violencia contra las mujeres asume diversas formas y grados, abarca un conjunto amplio de conductas y estructuras sociales que expresan la dominación patriarcal, lo que comúnmente llamamos la cultura machista.

Muchas veces es la dimensión física de la violencia, sobre todo en sus desenlaces más brutales, la que llama la atención de la sociedad y de los medios de comunicación. Es como si la violencia no existiera cuando no se manifiesta a través de golpes, de maltrato físico o de muerte. Pero la violencia contra las mujeres tiene siempre una dimensión simbólica y psicológica, que puede expresarse en la humillación sistemática, en la descalificación permanente y en diferentes maneras de destitución.

Hablamos de una violencia que es difícil de combatir porque no está “afuera” de nosotros, sino que está arraigada en nuestra sociedad como parte de su matriz cultural. Es una violencia, por lo general, invisible, al punto de que no es fácil conocer con exactitud sus cifras, pues parte del problema es que se trata de una forma de violencia que enmudece a muchas de sus víctimas, dejándolas solas en su calvario e inhibiéndolas de denunciar a sus victimarios. Y es que esos victimarios gozan, muchas veces, de la complicidad abierta o apenas velada de parientes, de vecinos y, en general, de toda una sociedad moldeada sobre patrones culturales que vulneran la condición de las mujeres.

Violencia es también la que ejerce el mercado sobre las mujeres, a través de los estereotipos de consumo. Violencia es el uso de las mujeres como objetos de marketing para el consumo sexual.

La mercantilización de todas las esferas de la vida humana envilece la naturaleza de las relaciones y entraña violencia hacia las mujeres, niñas y niños, ancianas y ancianos, adolescentes. La pobreza, la marginalidad, el racismo y, en general, toda visión etnocéntrica son formas de violencia que recaen, también, de manera aumentada, en las mujeres.

La violencia contra la mujer expresa una desigualdad intolerable, vergonzosa y, al mismo tiempo, constituye un mecanismo social que recrudece y que redobla esa desigualdad.

Cuando el problema escapa de su confinamiento doméstico, de ese infierno secreto, muchas veces ya es demasiado tarde y, entonces, tenemos un “caso” que se convierte en un “producto”, en espectáculo y mercancía de la industria mediática. La indiferencia y el silencio que habitualmente rodean a la violencia doméstica, son sustituidos por una luz enceguecedora que le otorga una visibilidad problemática.

Y ocurre que el tratamiento mediático de los casos más resonantes o que más atención han concitado, contribuye muchas veces, a reforzar prejuicios que revictimizan a las mujeres, recayendo en ellas la sospecha y exculpando al victimario.

No es un problema doméstico. La violencia contra la mujer es un problema social, de todas y de todos, una lacra de la que tenemos que hacernos cargo y a la que tenemos el deber de erradicar.

No son los agresores individuales, sino que es una sociedad entera muchas veces la que apunta el dedo acusador contra las mujeres, contra las víctimas, culpándolas a ellas mismas de las agresiones, de los abusos y de todas las formas de violencia de las que somos objeto.

Romper esos estereotipos de género que están en la base de la violencia contra las mujeres no es una tarea sencilla, pero es un trabajo constante que tenemos la obligación de hacer quienes militamos por una sociedad de hombres y mujeres que convivan en igualdad, una sociedad emancipada de toda forma de discriminación y explotación.

Son esterotipos tan arraigados que generalmente pasan por descripciones ingenuas o neutrales de la realidad. Están tan naturalizados que no nos escandalizan, cuando deberíamos combatirlos con toda nuestra fuerza y nuestra inteligencia.

Tantas veces oímos al hombre común, a la mujer, y también al presentador de televisión, al “especialista”, quejarse y acusar a una víctima de no haber denunciado a su pareja, de no haberse ido a tiempo, de haber tolerado situaciones intolerables… como si fuera fácil tomar decisiones cuando se vive amenazada o cuando se depende eonómicamente del agresor. Nuevamente, la sociedad juzga a la mujer ligeramente, vuelve a victimizarla colocándola en el centro de un debate que más que debate es un juicio que reproduce los mismos valores que producen la violencia contra la mujer.

Por eso es que hablamos de una violencia estructural. No es fácil para las víctimas salir de esa situación, por eso se requiere el accionar del Estado, se requiere el apoyo de la sociedad, además de políticas con enfoque de género en todos los ámbitos: en la educación, en la salud, en el sistema de justicia, entre otros

Para prevenir y erradicar la violencia de género es preciso entenderla como  resultado de la subordinación y discriminación características de una sociedad machista, moldeada en los parámetros del patriarcado. Si no combatimos esa desigualdad, no iremos nunca al fondo y al origen de la violencia contra la mujer.

La condición subordinada y la violencia contra la mujer son dos caras de una misma moneda: aquella es el caldo de cultivo donde ésta se desarrolla. Es un problema que no se puede ni se debe minimizar: a algunas mujeres les cuesta la vida, a otras las hiere definitivamente, dejándoles secuelas irremediables.

Tenemos que parar esto, por supuesto. Según la organización mundial de la salud, es una pandemia. Miles de mujeres sufren de esta violencia extrema. Miles de mujeres padecen una inseguridad de la que menos se habla, la que proviene de los más cercanos, la que se da en el ámbito del hogar y las familias. Es la forma de violencia machista más extrema y generalmente se acompaña del silencio de las víctimas, ya sea por los valores culturales heredados de sumisión o por el temor a las represalias. Tenemos que darle voz a ese padecimiento y a esa injusticia.

La violencia machista se da en todos los ámbitos: está en las calles, en el transporte público, en el trabajo, en los parques, afecta el modo en que las mujeres hacemos uso del espacio público, sin poder adueñarnos de él completamente para vivirlo en igualdad de condiciones que los hombres, libres de temor a ser violentadas por nuestra condición de mujeres.

Tenemos que construir para nosotras y para nuestras hijas un mundo libre de la amenaza que representa la prevalencia de valores machistas, libre de una cultura de la subordinación que naturaliza nuestro lugar en la sociedad y los esterotipos que todavía, a pesar de los cambios y las conquistas que hemos alcanzado, pretenden confinarnos a su tutela.

Denunciar la violencia machista es cuestionar también la cultura que la produce.

En nuestro país, se calcula que el 60,6% de las mujeres han vivido algún tipo de violencia de género, ya sea física, psicológica, sexual o patrimonial, es decir, 6 de cada 10 mujeres. La violencia más frecuente es la psicológica, que afecta a la mitad de las mujeres. Una de cada 4 mujeres han sufrido violencia sexual. La última encuesta nacional de relaciones familiares y violencia de género arroja cifras inaceptables en cualquier sociedad, pero mucho más inaceptables en un país que se ha propuesto construir una sociedad más justa, una sociedad en la que cada una y cada uno pueda desarrollar sus potencialidades en total seguridad; un país que se ha propuesto caminar hacia el Buen Vivir, construido entre hombres y mujeres.

Desde la Función Legislativa, hemos dado a la sociedad ecuatoriana normas fundamentales en este sentido. Con la aprobación de la Ley de Consejos de Igualdad, por ejemplo, hemos contemplado la creación de un Consejo Nacional Para la Igualdad de Género, con la misión de transversalizar el enfoque de género en todas las entidades y en todas las políticas públicas, así como también evaluar y hacer un seguimiento adecuado, acertado e inmediato de la aplicación de estas políticas. Además, este Consejo estará abocado a la transformación de los patrones culturales vigentes que reproducen la desigualdad de género.

Quisiera destacar también la aprobación del Código Orgánico Integral Penal que tipifica, entre otros, un conjunto de delitos que atentan contra las mujeres, contra su integridad física y psicológica. Entre esos delitos, principalmente, hay que destacar el femicidio, que constituye una de las principales causas de mortalidad femenina en nuestro país. También otros, como el abuso y el acoso sexual, el estupro, etc. Haber tipificado estos delitos ha sido fundamental para que puedan obrar los operadores de justicia.

Cuando aprobamos la Ley Orgánica de Comunicación, también dispusimos que los contenidos de los medios de comunicación se abstuvieran de reproducir estereotipos discriminatorios en contra de la mujer.

En el Código Orgánico de la Función Judicial se determinó que las Comisarías de la Mujer formen parte de la Función Judicial Ordinaria, dando lugar a las Unidades Judiciales de Violencia Contra la Mujer y la Familia, con presencia en todo el país.

Tenemos por delante la discusión de una reforma del Código Laboral, que se propone eliminar el despido de mujeres embazadas y ampliar la cobertura de la seguridad social a las trabajadoras domésticas no remuneradas, a nuestras queridas madres, vecinas, amas de casa de todo nuestro país.

Hace pocos días, organizamos junto a ONU Mujeres, toda una agenda de trabajo, muchas compañeras asambleístas promovieron en las provincias foros de discusión y debate acerca de los objetivos de la Plataforma de Beijing+20. Hace 20 años, esta Plataforma marcó la hoja de ruta para los Estados, para el cumplimiento de políticas públicas con enfoque de género. El próximo año 2015 cumpliremos 20 años de esa Plataforma, y aquí las mujeres de todo el país, a través de las organizaciones de mujeres, hemos hecho nuestra evaluación, confrontando nuestras luchas históricas, y también con la necesaria autocrítica.

Y pronto tendremos en esta Asamblea la presencia de Parlamentarias Latinoamericanas y del Caribe, para que el manifiesto de las mujeres de Ecuador sea una hoja de ruta, sea una Plataforma regional, establecer la responsabilidad de los Estados frente a la problemática de las mujeres.

Que este día -y todos los días- sirva para reflexionar, para desarmar patrones culturales heredados, para unir fuerzas y alzar voces en la defensa de nuestros derechos y para confrontarnos con esta realidad tantas veces invisibilizada.

Que nos sirva para renovar nuestro compromiso con la erradicación de toda forma de violencia de género y construir una sociedad fraterna de hombres y mujeres libres.

Voy a terminar con una frase escrita en las paredes durante ese mayo del año ’68, que marcó el inicio de una nueva época mundial:

“Por qué callar, si nací gritando”.

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